Un gallo cantó o Cantó un gallo, en francés Un coq chanta, es un cuento del escritor francés Guy de Maupassant. "Un Gallo Cantó" fue publicado originalmente en la revista Gil Blas el 5 de julio de 1882, luego fue incluido en la colección de cuentos "Cuentos de la becada", en francés Contes de la bécasse, publicado en 1883. Maupassant dedicó este cuento a su amigo pintor René Billotte. También escribió este cuento bajo el seudónimo "Maufrigneuse", que usaría desde 1881 hasta 1885.

“Cantó un gallo” es un cuento corto, pero perfectamente ejecutado: es un cuento donde la seducción, la manipulación y el deseo se mezclan en el curso de una cacería cautivadora, combina romance, ironía y sutileza psicológica con un estilo claro y preciso, característico de Maupassant como maestro del relato breve.

Un gallo cantó

Guy de Maupassant

(cuento completo)

                                                                                                                                                          A René Billotte.

Hasta entonces, la señora Berthe d’Avancelles había rechazado todas las súplicas de su desesperado admirador, el barón Joseph de Croissard. Durante el invierno, en París, la había perseguido insistentemente, y ahora daba por ella fiestas y organizaba partidas de caza en su castillo normando de Carville.
El marido, el señor de Avancelles, no veía ni sabía nada, como siempre pasa. Se decía que vivía separado de su mujer, debido a una debilidad física que la señora no le perdonaba. Era un hombre bajito y gordo, calvo, corto de brazos, de piernas, de cuello, de nariz, de todo.
La señora de Avancelles era, por el contrario, una mujer alta, morena y decidida, que se reía estruendosamente en las mismas barbas de su señor, le llamaba públicamente «señora Cataplasma» y miraba con un cierto aire prometedor y afectuoso los anchos hombros, el cuello robusto y los largos bigotes rubios de su adorador oficial, el barón Joseph de Croissard.
Con todo, no le había hecho aún ninguna concesión. El barón se estaba
 arruinando por ella. Había fiestas, partidas de caza, nuevas diversiones incesantes a
 las que invitaba a la nobleza de los castillos de los contornos.

Durante todo el día, los perros corrían ladrando por los bosques detrás de zorros y
 jabalíes, y todas las noches espléndidos fuegos artificiales mezclaban con las estrellas
 sus penachos de fuego, mientras las ventanas iluminadas del salón proyectaban sobre
 los vastos céspedes franjas de luz por las que cruzaban sombras.

Era otoño, la estación pardo rojiza. Las hojas revoloteaban sobre los prados cual
 bandadas de aves. Se percibían flotando en el aire olores a tierra húmeda, a tierra
 desnuda, como se percibe un olor a carne desnuda, cuando, tras el baile, cae el
 vestido de una mujer.

Un atardecer de la última primavera, durante una fiesta, la señora de Avancelles
 había respondido al señor de Croissard, que la acosaba con sus ruegos:

—Si he de ceder, amigo, no será antes de la caída de las hojas. Este verano tengo
 demasiadas cosas que hacer para encontrar un momento.

Él se había acordado de esa frase burlona y atrevida; e insistía cada día más, cada día sus aproches eran más atrevidos, ganaban un paso en el corazón de la bella audaz, que, por lo que parecía, ya sólo se resistía por pura formalidad.

Se había organizado una gran partida de caza. Y, la noche antes, la señora Berthe le había dicho, entre risas, al barón:

—Barón, si mata al animal, se verá premiado.

Desde el amanecer, él estaba en pie para descubrir dónde se escondía el jabalí solitario. Acompañó a sus monteros, dispuso las jaurías, lo organizó todo él mismo para preparar su triunfo; y, cuando los cuernos dieron la señal de partida, apareció él con un ajustado traje de caza rojo y oro, ceñido de cintura, ancho el busto, la mirada radiante, lozano y vigoroso como si acabara de abandonar el lecho.

Los cazadores partieron. Descubierto el jabalí, éste huyó por entre los matorrales perseguido por los perros que daban ladridos; y los caballos se lanzaron al galope, llevando a amazonas y jinetes por los estrechos senderos de los bosques, mientras los coches que acompañaban a la partida de caza a distancia circulaban sin hacer ruido por los aplanados caminos.

La señora de Avancelles retuvo maliciosamente cerca de sí al barón, retrasándose, al paso, por una gran alameda interminablemente recta y a lo largo de la cual cuatro filas de robles se curvaban formando una bóveda.




Temblando de amor y de inquietud, él escuchaba con un oído el parloteo burlón de la joven y con el otro seguía el canto de los cuernos y el ladrar de los perros que se alejaban.

—¿No me ama ya? —dijo ella.

Él respondía:

—¿Cómo puede decir eso?

Ella seguía:

—Me parece que la partida de caza le interesa más que yo.

Él gemía:

—¿No me ha mandado matar usted misma al animal?

Y ella continuaba, seria:

—Es cierto, cuento con ello. Debe matarlo en presencia mía.

Entonces él se estremeció en la silla, espoleando al caballo que brincaba, y exclamó, impacientado:

—¡Por Dios, señora! ¡Es imposible si nos quedamos aquí!

Ella le hablaba afectuosamente, posando la mano en su brazo o acariciando, casi distraída, las crines de su caballo.

Luego le decía, entre risas:

—Ha de ser como he dicho…, si no…, lo siento por usted.

Doblaron a la derecha por un sendero cubierto y de pronto, para evitar una rama que cerraba el camino, ella se inclinó hacia él, tan vencida que él sintió en el cuello el cosquilleo de sus cabellos. Entonces él la abrazó brutalmente y, apoyando en la sien sus grandes bigotes, la besó con furia.




Primero ella no se movió, quieta ante aquella violenta efusión; luego volvió la cabeza de golpe y, ya fuese por casualidad o por propia voluntad, los pequeños labios de ella encontraron los labios de él, bajo la cascada de pelos rubios.

Entonces, bien por confusión, bien por remordimiento, ella espoleó los ijares de su caballo, que partió a galope tendido. Anduvieron de aquel modo durante un largo rato, sin siquiera mirarse. 

El tumulto de la caza se acercaba; la maleza parecía estremecerse y de pronto, rompiendo las ramas, cubierto de sangre, quitándose de encima a los perros que se abalanzaban sobre él, pasó el jabalí. 

El barón gritó con una carcajada de triunfo: 

—¡Quien me quiera, que me siga! —Y desapareció entre los arbustos, como si le hubiera tragado la floresta. 

Cuando, minutos después, ella llegó a un calvero, él se levantaba sucio de barro, rota la casaca, las manos ensangrentadas: su cuchillo de monte estaba clavado hasta la empuñadura en el lomo del animal tendido. 




El encarne se hizo a la luz de las antorchas, en la agradable y melancólica noche. La luna hacía palidecer la llama roja de las antorchas que aromatizaban la oscuridad con su humo resinoso. Los perros se comían las fétidas entrañas del jabalí y ladraban, disputando. Los monteros y los ojeadores, dispuestos en círculo alrededor del encarne, soplaban en los cuernos a pleno pulmón. La fanfarria se difundía en la clara noche más allá de los bosques, repetida por los ecos que se perdían en los valles
lejanos, despertando a los ciervos inquietos, a los zorros aulladores y turbando el retozo de los conejos de gris pelaje, en el lindero del claro del bosque. 

Las aves nocturnas, espantadas, revoloteaban sobre la jauría enloquecida. Y algunas mujeres, enternecidas por todas aquellas cosas agradables y violentas, apoyándose delicadamente en el brazo de los hombres, ya se alejaban por las alamedas, antes de que los canes hubiesen terminado de comer. 

Lánguida a causa de aquel día de esfuerzo y de afecto, la señora de Avancelles le dijo al barón: 

—¿Quiere dar una vuelta por el parque, amigo mío? 

Él, sin responder, tembloroso, desfalleciente, se la llevó. 

Se besaron enseguida. Fueron despacio, bajo las ramas casi desnudas por entre las que se filtraba la luz de la luna; y su amor, sus deseos, su necesidad de unirse se habían vuelto tan violentos que a punto estuvieron de caer al pie de un árbol.

Los cuernos no resonaban ya. Los perros, agotados, dormían en la perrera.

—Regresemos —dijo la joven. 

Y volvieron sobre sus pasos. 

Cuando estuvieron delante del castillo, ella susurró con voz lánguida:

—Me siento tan cansada que voy a acostarme, amigo mío.

Y, como él abría los brazos para robarle un último beso, ella escapó, dejándole como despedida:

—No…, me voy a dormir… ¡Quien me quiera que me siga! 

Una hora después, cuando todo el castillo silencioso parecía muerto, el barón salió de la habitación de puntillas y fue a llamar suavecito a la puerta de su amiga. Al no oír respuesta, trató de abrir. No habían echado el cerrojo. 

Ella fantaseaba, acodada en la ventana. 

Él se arrojó a sus rodillas, besándolas apasionadamente a través de su bata. Ella no decía nada, hundiendo sus dedos finos, de una manera acariciante, en los cabellos del barón. 




Y de repente, desprendiéndose como si hubiera tomado una gran decisión, murmuró con su tono atrevido, pero en voz baja: 

—Vuelvo enseguida. Espéreme. 

Y apuntando con el dedo en la sombra le indicó en el fondo de la habitación la mancha blanca e indefinida del lecho. 

A tientas, con las manos temblorosas, desatinado, él se desnudó deprisa, metiéndose entre las frescas sábanas. Se tendió con deleite, casi olvidándose de su amiga, tan agradable era la caricia de la ropa de cama sobre su cuerpo cansado de movimiento.  

Ella no volvía, sin embargo; sin duda se divertía haciéndole languidecer. Cerró los ojos, en medio de un exquisito bienestar; y soñaba dulcemente, en la grata espera de lo que tanto había deseado. Pero poco a poco los miembros se le entumecieron, su pensamiento se embotó, se volvió inseguro, fluctuante. Finalmente le venció el agotamiento; se durmió. 

Durmió con el sueño pesado, invencible, de los cazadores extenuados. Durmió hasta el amanecer. 

De repente, por la ventana que había quedado entreabierta, cantó un gallo, encaramado en un árbol próximo. Entonces, el barón, sorprendido por aquel sonoro canto, abrió los ojos.  

Al sentir contra el suyo un cuerpo de mujer, encontrándose en un lecho que no reconocía, sorprendido, y sin acordarse ya de nada, balbució, en la turbación del despertar: 

—Pero ¿dónde estoy? ¿Qué sucede? 

Entonces ella, que no había dormido, mirando a aquel hombre despeinado, con los ojos enrojecidos, los labios gruesos, respondió con el tono altanero que empleaba con su marido:

—No es nada. Un gallo que canta. Siga durmiendo, caballero, es algo que no le atañe.




                                                                                                                                                     5 de julio de 1882